Hoy necesito escribir


(Aviso al lector: la entrada de hoy es más larga que de costumbre)

Esta tarde había quedado con Xavier (ya os he hablado de él, uno de los trabajadores del proyecto, de mismo nombre y carrera que yo) en ir a conocer a varias de las familias beneficiarias.

El proyecto de la Fundación tiene varias vertientes, y una de ellas, la más prioritaria, es el apoyo a las familias con niños malnutridos. Por eso,  en 2014 se seleccionaron 300 familias de la zona de Mugina y Kivumu con niños menores de 8 años que sufrían malnutrición, para sacarlos de dicha situación. El objetivo del proyecto es conseguir el resultado de forma sostenible, por eso, al mismo tiempo que se les proporcionaban nutrientes básicos para salir de condiciones críticas, lo más importante es que se les ha enseñado cómo plantar un huerto de forma eficiente, cómo llevar una alimentación equilibrada y completa y cómo tratar el agua para consumo propio. A partir de ahí, con una red de animadores sanitarios y coordinadores, se les hace un seguimiento de forma constante para comprobar que siguen las pautas recibidas, y corregir a aquellos que no lo hacen.

Pues bien, después de comer ha venido a buscarme Xavier con una moto alquilada y, poniéndome el casco con olor a sudor rancio, comenzaba la mejor tarde desde que estoy aquí.

Ya empezaba bien por el mero hecho de montarme en la moto, porque después de conducir el todoterreno, “ir en moto en Ruanda” era el siguiente de mis deseos motorizados. Cuando la conduzca ya, ni os cuento (qué digo, claro que os lo contaré).



Empezábamos el trayecto carretera/camino/senda abajo (¿cómo narices se la llama a esto?). Ya había llegado hasta el mercado en mi paseo con Epimac, pero más allá empezaba lo desconocido.

Hacía una tarde increíblemente bonita, un sol radiante que iluminaba el cielo manchado por nubes uniformemente dispersadas, que me ha recordado a la versión más bonita de la intro de los Simpsons.

Y hemos llegado a la casa de la primera familia. Una construcción de adobe cubierta por un techo de caña. La mujer, Cécile, que estaba dentro trabajando dentro, se ha sorprendido de nuestra llegada. No me conocía todavía (a algunas de los beneficiarios ya los he ido conociendo en el centro nutricional, en la misión) y Xavier le ha explicado quién soy y por qué estoy aquí. Después de ver sus cultivos y presentarnos a sus dos hijos, Vincent y Valence, nos ha enseñado su casa por dentro y es de una sencillez abrumadora. La cocina, con una pequeña hoguera y una olla en el centro, me ha recordado a los dibujos de  la prehistoria de los libros de primaria. Pero hay que ver, qué buen humor tienen. Hemos estado charlando dos minutos y nos hemos reído varias veces. Tras despedirnos, hemos seguido la ruta.


El trayecto discurría entre plantaciones de girasoles y sorgo, un cultivo (que por la altura me recuerda al maíz) con el que se puede hacer harina o bebida, y que es tan famoso e importante aquí que sale hasta en las monedas.


Para llegar a la siguiente casa hemos tenido que dejar la moto y andar unos 5 minutos, de cara al Sol y con un paisaje espectacular. La luz cada vez se estaba poniendo más bonita y se veían a lo lejos las mil colinas de Ruanda, cultivadas hasta el último centímetro.

Llegamos a casa de Esperance y su nieta Benita, de unos 4 años, que salió de la malnutrición gracias al proyecto. Me dice Xavier que la madre de esta niña la abandonó y es la abuela quien la cuida. “¿Y el padre?”, pregunto. El padre, por lo visto, está por ahí. A Benita tampoco le falta la sonrisa en la boca, y es la niña más bonita que he visto en Ruanda. A continuación nos enseñan también el huerto piramidal que se les enseñó a cultivar para aprovechar el espacio, y el resto de plantaciones que tienen para sobrevivir. Después de agradecimientos mutuos y foto de familia, nos despedimos y retomamos la marcha.


De camino a la siguiente visita, los caminos se van estrechando y parece que la gente está menos acostumbrada a ver motos y abazungus (el plural de “umuzungu”), y abazungus en moto ya ni os cuento. Lo compruebo porque las caras ya no son de exclamación a la vez que se les oye gritar ¡umuzunguu!, señalando con el dedo. Ahora más bien miran con la boca abierta sin entender qué pasa. Luego les saludo y enseguida se les dibuja una enorme sonrisa.

Cuando llegamos a la siguiente casa, saludamos a la mujer que nos recibe de la forma tradicional; con una especie de abrazo, pero sin rodear con los brazos, sólo agarrándolos (un poco difícil de describir, la verdad) haciendo el gesto de dar tres besos, seguido de un apretón de manos prolongado, que en el caso de que se tenga la mano sucia, se ofrece el antebrazo para un “apretón de antebrazo”. Esta mujer no sólo tiene los problemas habituales de sus vecinos, sino que además tiene un hijo -que no llegará a los 10 años-, con algún tipo de discapacidad y el bracito más delgado que he visto nunca. Forma parte de un grupo de niños apadrinados con discapacidad de las Hermanas, según me explica Xavier. La mujer, además del huerto, tiene una cabra, que parece bien cuidada, y también tenía conejos, pero al parecer hubo una epidemia y se le murieron todos.


En nuestra próxima parada parece que hay más animación, y a la visita de Xavier y mía se nos une una decena de niños y jóvenes curiosos. Algunos de ellos se asustan graciosamente cuando levanto la mano para saludar. Esta familia también tiene un cerdo, además del huerto y alguna gallina. Me hubiera gustado hacerles también una foto familiar -con su permiso-, pero siempre me da la sensación de que pueden pensar que soy el típico blanco (aunque no vean muchos) haciendo fotos como si estuviera de visita en un parque natural viendo animales. Así que me corto con tanta gente mirando y no se la hago. No les falta razón con lo del “típico blanco”, pero son imágenes que quiero guardarme y compartir algunas con vosotros, para que os podáis hacer una idea de la inmensa, inmensa suerte que tenemos de vivir a unos cuántos kilómetros de distancia.

Cogemos la moto de 125 cc cuyas agujas del salpicadero indican siempre dirección norte, y llegamos a la siguiente y última parada; un matrimonio con 3 hijos, dos de ellos gemelos, que fueron los malnutridos del programa y que ahora presentan un aspecto saludable. También de adobe, la casa parece un poco más consistente y acomodada. Y es que esta familia tiene más terrenos y cosechan no sólo para ellos sino también para comerciar, en parte, gracias a una asociación-cooperativa de ahorro/préstamo también creada a raíz del proyecto. Otro día os cuento mejor el proyecto, que también va siendo hora.


Pues bien, terminamos la tarde con un pequeño paseo en moto para ver el paisaje, con el Sol poniente, que me hace alucinar todavía más de la belleza de los colores aquí. Y es que pienso todo el rato que en Ruanda tienen un filtro permanente de esos que necesitamos poner en nuestras fotos de Instagram para creernos que la vida es mejor de lo que la vemos. Os lo prometo, aquí el Sol, el cielo, las nubes, las plantas, los colores, son más bonitos.

He llegado feliz a casa (a mi zona de confort). Porque esta tarde he conocido -al menos un poco­- el África que llevaba tiempo queriendo conocer. Y ha sido una gran experiencia. He visto en primera persona situaciones dramáticas, pero gente animada y gente luchadora. Niños que te saludan como si fueras un héroe de sus tebeos, y adultos que te dan las gracias por estar aquí. Gente a la que no le sobra absolutamente nada y que te ofrecen pasar a su casa y sentarte a charlar.

Hoy he visto un mundo duro, pero precioso.
    






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