La selva de Nyungwe
Este fin de semana me fui a
conocer la selva de Nyungwe, al sur del país, que forma parte del Parque Nacional de Kibira, uno de los
tres parques nacionales que hay en Ruanda, junto con el de Akagera y el de los
volcanes.
Fue algo totalmente improvisado y
resultó ser un finde absolutamente genial.
Resulta que en una de las muchas
veces que he tenido que ir a la oficina de inmigración, conocí a un chico sueco
que estaba por allí, empezamos a hablar de temas de visados y cuando nos
despedimos le pedí el número, por si alguna vez podíamos tomar un café por
Kigali. Total que el otro día estuve con él y me invitó a ir de excursión este
fin de semana a Nyungwe, junto con otras dos chicas que acababa de conocer aquí.
Al principio dudé un poco, porque había previsto algo de trabajo con Agnes el
sábado, pero luego pensé que iba a ser la mejor oportunidad para explorar esa
parte de Ruanda que con las hermanas no creo que conozca.
Así que le dije a Gillis (así se
llama el chico) que contara conmigo. Tenía muchas ganas, no sólo por ir a
explorar la selva, sino también por conocer gente que también está de paso por
aquí.
Habían alquilado un coche y me
pasaban a recoger a las 7:00 por Rugobagoba (donde está el desvío de la carretera para ir a
Mugina). Así que cogí una moto-taxi a
las 6:30 para hacer ese trayecto desde casa de unos 15 km, que cuesta 1.000
francos (1 euro aproximadamente).
Y en los 5 minutos que estuve
esperando en el desvío aproveché para comprar un par de bolsas de cacahuetes
por unos 20 céntimos, a uno de los varios chicos que los venden por allí.
Ya llegaron con el coche y
comenzábamos el viaje juntos. Las otras dos chicas eran María, portuguesa, y Michelle,
alemana, ambas alumnas de arquitectura haciendo prácticas en Kigali, con un
estudio que desarrolla proyectos de construcción social en colegios,
hospitales, etc.
Nos costó algo más de 3 horas
llegar al sitio donde nos íbamos a alojar, justo al comienzo de la selva. Teníamos
la opción de alquilar unas réplicas de casas tradicionales ruandesas para
dormir, pero preferimos alquilar una tienda (con esterilla, saco y almohada
incluidos), que nos salía más económico. El sitio era una maravilla, en lo alto
de una colina con una vista espectacular.
Tras instalarnos en las tiendas,
comimos allí mismo, antes de ir a hacer una ruta guiada por la selva. No pudo
dejar de sorprendernos que la chica que nos atendió -como muchos otros
ruandeses al tratar con los turistas abazungu-,
nos decía “sí” a todo lo que le preguntábamos, siendo evidente que no nos
entendía lo que intentábamos decir. Pero bueno, como no nos entendíamos,
dijimos nosotros que “sí” a lo que nos decía ella y a ver qué nos traía, que
resultó ser un puré de patatas con arroz y una salsa de cebolla, tomate y
pimiento muy especiada, que estaba riquísima.
Enseguida nos pusimos en marcha
para que no se nos hiciera muy tarde, y que nos diera tiempo a hacer una ruta
guiada por la selva. Nos apetecía ver monos, y ya habíamos elegido una ruta que
decía que se podían ver, pero no hizo falta más que bajarnos del coche para
toparnos con un par de ellos a escasos metros (menos mal, porque aparte de
estos -y los que aparecieron luego en la carretera-, no vimos más).
Como anochece pronto, elegimos uno de 2-3 horas, y el momento de
pagar nos dejó otra de las anécdotas del viaje: resulta que al preguntar los
precios de cada una de las rutas guiadas, nos dijeron que todos valían lo mismo
(40 dólares), da igual que fueran de 2 u 8 horas, lo cual escapaba a nuestra
lógica. Y luego nos dieron la opción de pagar con tarjeta o en efectivo;
parecía que el servidor para pagar con tarjeta no funcionaba, así que pagamos
en efectivo, pero resulta que no tenían cambio. No es que se hubieran quedado
sin, no, es que no tenían cambio… menos mal que al final entre todos reunimos
las monedas necesarias para pagar. Si no, no sé qué hubiera pasado, porque el
hombre no parecía dispuesto a ceder ni un franco.
En fin, conocimos a Salomon,
nuestro guía, y a una chica que estaba de prácticas (que no abrió la boca) y
nos pusimos en marcha. Una ruta a pie con unos 200 metros de desnivel por en
medio de la selva, en la que se supone que podíamos ver monos (aunque ya os
digo que no vimos ninguno) y en la que Salomon nos explicó -con mucho
entusiasmo, eso sí- las plantas y flores más peculiares que íbamos viendo. Al
final, nos pulimos el trayecto en poco más de 2 horas. Bonito, sí, pero tampoco
especialmente espectacular. Nos pareció demasiado caro para lo que habíamos
visto.
Pero bueno, pudimos llegar a donde íbamos a pasar la noche sin que anocheciera, y pasamos el rato hablando en la tienda sobre lo que nos había traído
a cada uno en Ruanda, sobre religión, sobre el futuro, etc. Fue un momento realmente
chulo, de estar metido en una tienda en medio del África profunda, con gente
que no conocía, comiendo cacahuetes y hablando del sentido de la vida… Entre
otras muchas cosas, comentamos también la suerte que teníamos precisamente de
estar ahí, de haber salido de nuestra zona de confort y poder disfrutar de
conocer otros países y gente diferente, y de plantearnos lo que queríamos hacer
con la única vida que tenemos.
Pero se acercaba la hora de la “pizza party” que nos habían anunciado antes. Y es que tenían un
horno de leña y nos pusieron en una mesa los ingredientes (vegetales) para que
cada uno se las hiciera al gusto. Otro momento que disfrutamos un montón,
comernos una pizza recién hecha alrededor de una hoguera y bajo un cielo
increíblemente estrellado, junto con los tres estudiantes alemanes que también
se alojaban allí, y un par de trabajadores, con los que estuvimos conversando
en inglés y haciendo un poco el tonto cantando al ritmo de unos tambores
ruandeses.
La noche la pasé regulín, ya que hizo bastante frío y mi saco estaba roto, y además Gillis se
pegó tanto a mí que no me pude apenas mover durante la noche. Pero no me
importó cuando desperté a las 6:30 y pude ver el avanzado amanecer sobre las
mil colinas de Ruanda, cubiertas en sus faldas por una ligera neblina. ¡Así da
gusto empezar el día!
Después de tomar un desayuno
riquísimo de café, tortillas y rebanadas de pan de plátano con mermelada de
moras, recoger y pagar la cuenta (unos 25 € en total -noche, comida, cena,
desayuno, hoguera y vistas), nos adentramos otra vez en el parque nacional para
ir a hacer una ruta que nos llevaría a una cascada, que teníamos muchas ganas
de hacer.
Fuimos a otro centro de donde
salen rutas, y era un poco más cara (50 dólares) imagino que porque también se
suponía que era bastante más larga, y porque las vistas eran mejores. En esta ocasión
nos acompañaban “Claver” y “Peter”, otro guía en prácticas.
Nos aconsejaron correr un poco al
principio para tener tiempo de llegar a la cascada con Sol y poder hacer fotos,
y a la vuelta -que era en subida- ya iríamos parando a ver las flores y plantas.
Dio en el clavo, porque un minuto después de terminar, empezó a llover.
Esta ruta nos gustó más, no sólo
por la cascada, que era bastante impresionante, sino que el recorrido en
general era también más bonito. Fue una gozada hacer un poco de senderismo en
mitad de la selva, con los únicos sonidos de los pájaros, las hojas y el agua
de fondo.
Después de estar un rato disfrutando ante la cascada, deshicimos nuestros pasos y marcamos un nuevo récord de la ruta, que hicimos en 3 horas cuando se suponía que eran unas 6. Nos despedimos de nuestros guías, que nos pidieron que fuéramos embajadores de la selva por el mundo, y nos pusimos en marcha de vuelta a casa. Sólo paramos para comer unas brochetas de carne de cabra y patatas asadas (plato típico aquí en Ruanda) por poco más de 2 euros, bebida incluida, que nos supieron a gloria después de la caminata y de esperar casi una hora para que nos las sirvieran.
Ya había anochecido cuando llegamos a donde me bajaba yo, a eso de las 20:00. Me despedí de ellos rápidamente porque enseguida vinieron más de 5 personas a venderles cosas metiéndose casi en el coche por las ventanillas. Y es que en cada pueblo o agrupación de casas por donde pasa la carretera siempre hay mucha gente, sobre todo vendedores ambulantes, moto y bici-taxis, que esperan poder pescar clientes de la gente que se baja de las furgo-taxis.
Como yo, que tenía que coger una moto para llegar a casa. Así que pregunté al primero que vi si me llevaría a casa (diciendo “Mugina”, “Ababichira” -que significa "monjas"-). Me dijo que subiera, pero al preguntarle si eran 1.000 francos (siempre hay que preguntar antes) me dijo que no, así que me subí en otra de las varias que tenía alrededor pujando por llevarme, que me aseguró a todo que sí. Enseguida me di cuenta de que no sabía dónde iba, porque me preguntó si me bajaba a los 5 minutos, pero le seguí indicando “imbere” (“adelante”). A mitad de trayecto se le acabó la gasolina en medio de la nada y ya me vi yo andando a casa, pero consiguió aprovechar las últimas gotas del depósito que nos dieron para llegar a una tienda de alimentación donde le vendieron medio litro en un botellín de agua. Bueno saberlo por si lo necesito algún día...!
Y así terminó mi fin de semana tan particular. Un fin de semana de descubrir, disfrutar, compartir y agradecer.
Un abrazo a todos,
Javi
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